El mundo y el yo: un salto al vacío
Por Ester Astudillo
El poemario a que responde esta reseña no es novedad: data de 2007, Hilos, seguido de Cual, en realidad dos poemarios en uno, puesto que ambos son un viaje hacia el interior de la conciencia, pero un viaje de deconstrucción. La originalidad de la propuesta de la autora, Chantal Maillard, no obstante, es tal que lo considero motivo suficiente para reseñarlo aquí y aún con cierto retraso.
Chantal Maillard es doctora en filosofía pura, materia que desgranan sus versos, despojados de todo átomo de lirismo: cualquier similitud con la poesía al uso sería mera coincidencia. De hecho la ausencia de lirismo es un rasgo deliberado e incluso explicitado por la autora en los poemas finales de ambos poemarios. Y es que tradicionalmente, la poesía parte de un axioma que se resiste a la refutación (no sólo la poesía de hecho, sino la vida cotidiana y el psiquismo canónico): la incontrovertible existencia del ‘yo’; es a partir de ese ‘yo’ de existencia y unidad irrebatibles que la poesía explora las vivencias que ese ‘yo’, llamado sujeto, experimenta en el mundo: bien aquellas que advienen desde el mundo hacia adentro, bien viceversa, las advenidas en el sujeto a causa del mundo.
En realidad estos dos poemarios de Maillard parten del axioma inverso: el ‘yo’ no existe, y de ahí su originalidad y su perturbador potencial. El ‘yo’ no existe, insisto; es sólo una palabra (atención porque el lenguaje juega en estos versos un papel capital), un mero pronombre de 1ª persona, que genera la ilusión del ‘yo’. Y sin ‘yo’ tampoco hay conciencia: únicamente existen percepciones discontinuas, advenidas a saltos, encadenadas ¿por qué? Por los hilos, como ya señala el título. Pero ¿qué hilos? ¿Qué madeja?
El deconstruccionismo no es novedad en el pensamiento contemporáneo: desde Wittgenstein, deconstruyendo la entidad del lenguaje con sus juegos de lenguaje, posteriormente Derrida, en oposición a la corriente estructuralista del segundo tercio del s. XX, y en fin, toda la filosofía posmoderna que postula al sujeto como un sujeto ‘débil’.
Pero en realidad la de Maillard es una apuesta vanguardista, especialmente para explorarla desde el ángulo de la poesía: el ‘yo’ que aparece en sus poemarios no es ya débil, sino que está fragmentado, o mejor, fracturado. Su atrevida hipótesis está emparentada con las de expertos cognitivistas contemporáneos, absolutamente anti-intuitivas por cierto, que postulan que en realidad la mente no existe (O. Vilarroya, La disolución de la mente). Al menos la mente tal y como ha sido concebida tradicionalmente desde los clásicos griegos hasta finales del s. XX: el ánima aristotélica y sus subsiguientes desarrollos.
El deconstruccionismo no es novedad en el pensamiento contemporáneo: desde Wittgenstein, deconstruyendo la entidad del lenguaje con sus juegos de lenguaje, posteriormente Derrida, en oposición a la corriente estructuralista del segundo tercio del s. XX, y en fin, toda la filosofía posmoderna que postula al sujeto como un sujeto ‘débil’.
Pero en realidad la de Maillard es una apuesta vanguardista, especialmente para explorarla desde el ángulo de la poesía: el ‘yo’ que aparece en sus poemarios no es ya débil, sino que está fragmentado, o mejor, fracturado. Su atrevida hipótesis está emparentada con las de expertos cognitivistas contemporáneos, absolutamente anti-intuitivas por cierto, que postulan que en realidad la mente no existe (O. Vilarroya, La disolución de la mente). Al menos la mente tal y como ha sido concebida tradicionalmente desde los clásicos griegos hasta finales del s. XX: el ánima aristotélica y sus subsiguientes desarrollos.
Tiremos, pues, del hilo que propone Maillard, el del lenguaje: el ‘yo’ es sólo la ilusión que crea para sí ‘eso que se sabe’ –para no recurrir al término ‘mente’- por medio del lenguaje, especialmente a través del pronombre ‘yo’, que le permite construir historias -o ‘relatos’ en terminología posmoderna- que inducen la ilusión de la propia continuidad en el tiempo y el espacio, es decir, la conciencia, es decir, el ‘yo’.
Pero hay una fractura cierta entre el ‘yo que se sabe y se piensa’ y la envoltura del ‘yo’ en el espacio, es decir, el ‘cuerpo’. El cuerpo es aquello que el ‘yo’ cree que es suyo y sobre el cual (cree que) es soberano. Es el brazo, es la mano, es la pierna, es el rostro que mira hacia fuera. Son miembros sensores que ‘informan’ al ‘yo’ sobre lo de ‘afuera’, es decir, producen sensaciones que el ‘yo’ percibe. Son sensaciones a saltos en el tiempo sobre las cuales el ‘yo’ fabula historias que le sean coherentes y refuercen la sensación de unidad e identidad del sujeto pensante. El lenguaje ata las experiencias del ‘yo’ al ‘yo’ y le dan unidad.
Y si el ‘yo’ no existe en su concepción tradicional, ¿qué decir del mundo? El mundo no existe tampoco más que como aquello que el sujeto predica de, existe en tanto que relato, en tanto que lenguaje. El mundo sólo está en tanto que predicado, retomando las raíces más puramente escépticas de la filosofía europea de los s. XVI y XVII. En realidad, Maillard no sólo propone una nueva concepción de la conciencia sino que también hace una breve exposición sobre la evolución filogenética del lenguaje: el tiempo verbal por defecto es el presente; pasado y futuro surgieron en épocas muy posteriores tras el primer estallido del lenguaje. Y ello es así porque el lenguaje surge de la necesidad insoslayable de salvar los saltos situacionales de los individuos en el aquí y el ahora, nace por necesidad deíctica. Y la persona verbal por defecto es la 1ª: el ‘yo’ predica algo sobre aquello que ‘percibe’ que está fuera para que el ‘tú’ que está fuera, y que sospecha que es otro ‘yo’, actúe sobre ello o lo corrobore (Tus/ ojos -¿tus?- sí,/ cálidos ojos-lago, ojos-aquí./ Aquí, como los niños/ y los idiotas.).
¿Cómo plasma todo eso en sus versos Maillard? Recurriendo al metalenguaje entre otras cosas, jugando entre lo que es puramente lenguaje y lo que es comentario sobre el lenguaje (Decir punto. Punto./ Escribirlo. Escribir escribirlo./ Escribir miento./ Imposible escribir el punto.), sin ningún tipo de señal demarcativa entre uno y otros. El lector debe estar atento para poder distinguir entre los diferentes tipos de predicado en los versos de Maillard y sobre todo para captar su intencionalidad. En el ‘yo’ todo se mezcla, todo se confunde; de hecho no hay ‘meta’. Quizás el ‘yo’ no sea más que un ‘meta-yo’, cuya máxima actuación sea precisamente la escritura de versos como estos –por los de Maillard, se entiende-, por ejemplo.
Usa también el infinitivo como recurso: Dentro, se escurre el tiempo. No,/ el tiempo, no. Un escurrir, tal vez), y otras formas no personales como el gerundio, por manera de obviar el uso de cualquiera de las tres personas verbales: el ‘yo’, no estando seguro siquiera de su propia existencia, ¿cómo puede otorgar carta de naturaleza a ‘otro’ que esté fuera? Usar la 3ª persona para el ‘ello’ es crear una ilusión que posiblemente no sea otra cosa más que falsa.
Recurre, asimismo, al tiempo verbal por antonomasia: el presente. De hecho, los enunciados –viene a decir- sólo pueden aspirar a ser verdaderos –en el sentido lógico- en y durante el lapso de tiempo en que el sujeto los enuncia, en el presente estricto, en el momento de enunciación, en el aquí y ahora. Pero el presente, ya se sabe, es fugaz: una vez enunciado el predicado deja de ser cierto, aun habiendo sido cierto en el acto de enunciación, puesto que aquel instante en que fue cierto ya ha caducado. Usando el pasado podríamos recuperar la verdad de lo dicho: construyendo una historia, fabulando un relato. El relato es el hilo que ata el ‘yo’ al mundo. Y dicho relato no es otra cosa que la ‘memoria’.
En cuanto a la estructura formal, las oraciones son fragmentarias, por analogía con su propuesta de un ‘yo’ fracturado. A menudo en realidad se reducen a sintagmas sin verbo. Aun más, es patente la intención de asemejar el texto al discurso mental que el ‘yo’ se cuenta para saberse ‘yo’, similar al monólogo interior en la literatura, inaugurado por V. Woolf, anacolutos, aparentes paradojas y austeridad descriptiva y narrativa son característicos desde el primero hasta el último verso. En ocasiones utiliza enunciados que formalmente son similares a las proposiciones lógicas. Es un texto deliberadamente poco ‘tejido’ en el que el lector es conminado a ‘inferir’ los nexos entre cada ‘frase’ y lo anteriormente dicho, a inventar una ‘historia’ que dé completud y sentido al texto (de nuevo por analogía con la propuesta de Maillard sobre el funcionamiento del ‘yo’). Aunque no deja de incluir guiños filosóficos, por ejemplo el siguiente, muy obvio, a Heráclito: El río es un decir. El agua/ es de memoria./ También el río. De memoria.)
Asimismo hay un flirteo obvio también con lo que se ha dado en llamar lenguaje performativo (Austin ): los verbos preformativos son, strictu sensu, aquellos que requieren de la enunciación como ritual para producir efectos en el mundo. Es el caso de ‘declarar’ en la fórmula: ‘yo os declaro marido y mujer’. Sin esa enunciación -atención al dato de que la fórmula emplea la 1ª persona y al presente-, no hay matrimonio. Son verbos típicamente ceremoniales, rituales. Pero es que la propuesta de Maillard va en ese mismo sentido: todo empieza a existir, el mundo adviene, en el momento en que es enunciado. El lenguaje es puro ritual, es el requisito sine qua non para el advenimiento tanto del sujeto como del mundo. El sujeto es un oficiante: Entonces el rito./ La mano, a tientas con el óvalo./ Y el mí vuelve a decirse/ en el trazo,/ conmovido. El lenguaje es pura perfomatividad, es la fórmula única para que el sujeto y lo que este predica del mundo sean verdaderos, sean reales, en definitiva, existan. En realidad el sujeto es más que un oficiante: es un demiurgo. Todo cuanto hay, cuanto queda, acontece dentro del lenguaje, en lo dicho. Por eso escribir. Aunque ‘lo dicho’ ya no sea cierto puesto que ya se clausuró el tiempo-momento en que fue verdad. En definitiva, por eso la poesía.
Poemario espeso y un tanto difícil, de contenido eminente filosófico, pero una propuesta original y no ya rompedora, sino rupturista con la poesía puramente lírica (ni que decir tiene que nada comparte con la poesía épica o la mística). Y además con las incontrovertibles bondades de una candente (pos)modernidad, originalidad formal, y profundidad conceptual y de examen.
Ester Astudillo es filóloga, lingüista, traductora y poeta (además de lectora voraz de los más variopintos textos).
La disolución de la mente (por Óscar Vilarroya)
La disolución de la mente es un ensayo filosófico-científico en el que se expone una teoría original sobre la arquitectura de la mente, y en el que se exploran las posibles repercusiones psicológicas y filosóficas.
Mi hipótesis propone una arquitectura mental basada en una unidad de funcionamiento cerebral que recibe el nombre de "vivencia". La elección del término "vivencia" no se pretende como un análisis del significado convencional de la palabra, sino como una nueva acepción. En concreto, la vivencia se postula como la unidad de funcionamiento cognitivo del cerebro, es decir, la unidad de los procesos dedicados a gestionar la información del mundo exterior, y que sustentan el conocimiento y la inteligencia. Una vivencia alberga todos los procesos cognitivos que suceden en un momento determinado y que quedan unidos permanentemente, de tal manera que, una vez registrada la vivencia, cuando se activa uno de los procesos se activan el resto.
La vivencia representa no sólo la unidad inicial del funcionamiento cerebral, sino también la única. En otras palabras, la elaboración cognitiva básica de la que es capaz el cerebro se realiza antes de que la vivencia quede fijada. Por tanto, esto implica una difuminación de las fronteras que se han establecido hasta ahora entre los conceptos de sensación, percepción y cognición. Es más, la inexistencia de elaboración cognitiva más allá de la vivencia excluye la existencia de elementos mentales comunes en la caracterización de la cognición, como son los conceptos.
Habitualmente se dice que el cerebro recibe los estímulos de los sentidos a partir de los que elabora una representación de lo que sucede en el mundo exterior. Yo propongo una hipótesis diferente: en lugar de establecer una frontera tajante entre el cerebro y el mundo exterior, la unidad del conocimiento debe incluir no sólo al cerebro sino también lo que sucede en el mundo exterior. En otras palabras, el cerebro no se basta a sí mismo para extraer del mundo todo lo necesario para saber de él, sino que necesita que el mundo esté presente para que complete sus análisis. Por tanto, las propiedades de las cosas que el cerebro detecta y discrimina (los "rojos", las formas "redondas", la cara de un familiar) no se copian o representan en el cerebro, sino que se extienden a lo largo del complejo que forman el cerebro-mundo. Ahora bien, aunque el cerebro no dispone de una representación de las "cosas", al menos recuerda la actividad que experimentaba cuando estaba en conexión con el mundo exterior, y ese recuerdo es suficiente para compensar la falta del mundo.
¿Cómo una arquitectura basada exclusivamente en vivencias, sin que existan entidades más abstractas, puede dar cuenta de las capacidades conceptuales humanas? Por un lado, hay que entender que cada vivencia es única, y representa una pieza de conocimiento particular. Por el otro, el cerebro tiene la capacidad potencial para registrar millones de vivencias distintas sin que eso suponga un problema neurofisiológico. Por tanto, la propiedad básica y esencial de un conocimiento basado en vivencias es que el número de vivencias particulares que el cerebro detecta, recuerda y maneja es enorme. Ahora bien, la capacidad para identificar y registrar vivencias únicas no excluye la existencia de conexiones entre vivencias globales y entre elementos de las vivencias en particular. De hecho, propongo que el cerebro constituye conexiones estables entre vivencias globales y entre elementos de las vivencias, en base a diversos tipos de criterios. A partir de ellos, algo como el concepto de "silla" no consiste en una entrada en una base de datos, o de una enciclopedia, ni en una activación de un conocimiento innato, sino en el conjunto de vivencias y conexiones entre los elementos de las vivencias. Es suficiente disponer de un cerebro que sostiene un archivo enorme de vivencias distintas, y uno todavía más rico de conexiones entre sus distintos elementos. Por tanto, las conexiones entre todos los recuerdos de sillas y las relaciones con los otros elementos de las vivencias-silla le sirven al cerebro para saber qué es ese objeto que tiene cuatro patas, una superficie sólida y un respaldo.
De todo lo anterior, se deduce una teoría del conocimiento humano. En concreto, si todo lo que hay en el cerebro son vivencias y sus conexiones, entonces el conocimiento de un individuo aparece por la interacción del cerebro y sus capacidades innatas con el mundo. Y de un conocimiento de estas características también se deduce una teoría del aprendizaje. Aprender consistiría en enriquecer ese mundo vivencial creando nuevos elementos vivenciales, mediante la interacción con el mundo exterior y la transferencia de elementos relevantes de vivencias anteriores.
Una teoría del conocimiento basada en vivencias tiene repercusiones epistemológicas: ¿cómo algo que no puede entenderse como un estado del cerebro/mente desgajado del mundo, puesto que la unidad del conocimiento se extiende a lo largo del complejo cerebro/mente, puede considerarse conocimiento y puede ser verosímil y justificado? He intentado situar la teoría con respecto a las dos grandes tradiciones epistemológicas, el racionalismo y el empirismo, puesto que el conocimiento vivencial depende de las capacidades cognitivas del cerebro, pero también de su experiencia con el mundo.
El hecho de prescindir de una división en dos medios, el cerebro/mente y el mundo exterior, tiene asimismo repercusiones importantes para la lingüística en general, y la semántica en particular. Mi hipótesis es que la palabra se incorpora en las vivencias como un proceso cognitivo más, sin diferencia con otros procesos, como los que discriminan colores, sonidos o formas. El valor semántico de una palabra no reside por tanto en una relación entre una entidad mental, la palabra o el concepto que representa la palabra, y un objeto y propiedad del mundo, sino en la capacidad para evocar la vivencia o conjunto de vivenciasque permiten garantizar las propiedades semánticas de la palabra, es decir, las propiedades que permiten entender algo del mundo cuando se pronuncia la palabra.
Obviamente, una teoría semántica de estas características tiene consecuencias para la teoría de la comunicación. Si una palabra no es simbólica, sino evocativa, entonces una comunicación con éxito entre un emisor y un receptor no consiste en transmitir "mensajes" o "sentidos", sino en que el emisor consigue evocar en el receptor aquella o aquellas vivencias que sean equivalentes a las suyas, de tal manera que compartan las mismas propiedades semánticas. Por tanto, la teoría vacía el concepto de información; la información no existe como "cosa"; a lo sumo se puede hablar de la informatividad de una comunicación como una medida de su capacidad de cambio en el conocimiento del receptor.
La teoría tiene asimismo consecuencias importantes para la teoría de la comprensión. Si una comunicación exitosa no consiste en transferir información, conocimiento o medios inferenciales, sino en una forma de "manipulación" del conocimiento del receptor, entonces cualquier comprensión de una proferencia o un texto depende del conocimiento que el receptor ya tiene. En consecuencia, para comprender una proferencia o un texto es necesario disponer, al menos potencialmente, de los elementos que proporcionarán la comprensión, aunque no es necesario haberse apercibido de ellos. Por tanto, la educación no puede consistir en transmitir conocimientos de un individuo a otro, sino en conseguir que quien aprende experimente la vivencia deseada por el que enseña. De ahí que lo importante sea establecer los elementos que permiten a cada individuo desarrollarse por sí mismo, proporcionar los instrumentos a partir de los cuales le será posible enfrentarse al mundo y desarrollar su propio conocimiento que, en el mejor de los casos, tendrá una base común con el resto de su comunidad.
La teoría tiene también una lectura de amplio calado en el ámbito de la teoría de la mente. En efecto, la presentación de la idea de vivencia como la unidad inicial y final del funcionamiento cognitivo, con ausencia de procesos más abstractos, no deja lugar a la idea de pensamiento como proceso separado. Pensar no es distinto a experimentar una vivencia. La incorporación de las propiedades del pensamiento en propiedades de las vivencias permite, gracias a que las vivencias son actividades propias del cerebro, difuminar la división empírico-racional que desafía habitualmente las teorías de la mente. Finalmente, la teoría aporta una visión original al fenómeno de la experiencia consciente. En concreto, propone que la cualidad de una experiencia consciente no está circunscrita al presente, sino que resulta de activar todas las vivencias pasadas relevantes a la experiencia en curso. En consecuencia, los "rojos" que se perciben conscientemente no corresponden a algo que se deriva del mundo y de la actividad del cerebro estrictamente perceptivo, sino de todos los "rojos" que se han experimentado en el pasado. Y la riqueza de la experiencia consciente depende del número y riqueza de todas las experiencias anteriores.
Artículo del autor del libro La disolución de la mente, Óscar Vilarroya, que viene al pelo en esta reseña de Ester Astudillo en la que hace referencia y proporcionado por ella misma.
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